Crecer como líder
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Extracto libro: Manifiesto para una Revolución Moral

Jacqueline Novogratz - Escucha las voces nunca oídas.
October 6, 2023
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Consideremos la cuestión de la electricidad. Thomas Edison desarrolló la bombilla incandescente en 1879 y comercializó su producción al año siguiente. Han pasado más de ciento cuarenta años, y más de mil millones de personas en la tierra no tienen aún acceso a la electricidad. Sólo en el continente africano, más de seiscientos millones de personas viven en la casi oscuridad una vez que se pone el sol, perdiendo productividad y seguridad, además de otras mil cosas que el resto damos por aseguradas. 

La pobreza energética, como se denomina la brecha en la electricidad mundial, no es sólo un fracaso del mercado. Es un fracaso moral. El mundo posee la tecnología, los conocimientos prácticos y los recursos financieros para resolver el desafío de la electricidad universal. Nuestra voluntad personal y colectiva ha sido el impedimento individual más importante para iluminar el mundo. Pero esto está cambiando poco a poco, a medida que un grupo de emprendedores sociales combina nuevas e interesantes tecnologías de energía limpia con modelos de negocio financieramente sostenibles que han abierto una vía para dotar de electricidad a los hogares de personas con bajos ingresos mientras ayudan a evitar la crisis climática a largo plazo.

Todas las personas desean al menos un cierto nivel de luz, y todas necesitan una fuente de calor para cocinar. La mayoría de los africanos con bajos ingresos todavía dependen de las lámparas de queroseno, una tecnología que Estados Unidos y Europa abandonaron hace un siglo. A pesar de ser un mercado de 10.000 millones de dólares, el queroseno como fuente de energía es sucio, peligroso y caro, pero ese mercado se ha mantenido fuerte porque no ha habido ninguna alternativa al queroseno que sea buena, asequible y accesible para las personas más vulnerables.

Hay razones estructurales y prácticas por las que el uso del queroseno sigue estando muy extendido. La primera es que los hogares pueden adquirirlo en pequeñas cantidades. En Kenia, por ejemplo, un hogar con ingresos bajos promedio gasta unos cuarenta céntimos al día en encender una lámpara de queroseno por las noches. Si una familia atraviesa tiempos difíciles, pueden pasar una noche o dos sin luz y comprar más cuando vuelvan tiempos mejores. La segunda es que, como se venden muchas cantidades pequeñas a la vez, los comerciantes incorporan un margen de beneficio muy alto. Las mafias o los negocios depredadores controlan el acceso al queroseno, y a menudo tienen fuertes lazos con los funcionarios del gobierno local. Estos funcionarios usan dólares de los impuestos para subvencionar el precio del queroseno a las personas con bajos ingresos a cambio de votos. Por lo tanto, se puede acceder muy fácilmente al queroseno, y a menudo es la única opción que tiene un hogar de escasos recursos. Proporciona energía para la luz, pero a un alto coste para el individuo en términos de ingresos, salud y calidad de vida.

Sin embargo, a pesar del arraigo de estos escollos, cualquier sistema puede cambiar si nos preocupamos lo suficiente. Sam Goldman y Ned Tozun son dos emprendedores determinados a rechazar el statu quo que ha mantenido a más de 1.500 millones de personas en la dependencia del queroseno. Y ellos saben escuchar.

Criado en una familia de trabajadores humanitarios, Sam creció sobre todo en el mundo en desarrollo, jugando con niños y niñas que, aunque lamentablemente carecían de oportunidades, querían hacer las mismas cosas que él. Después de la universidad, vivió en una aldea sin electricidad en Benín (África Occidental) como voluntario del Cuerpo de Paz. Ahorró dinero utilizando un pequeño faro led por la noche para poder leer e ir a la letrina sin sufrir los efectos del costoso y humeante queroseno que causaba estragos entre sus vecinos.

«Durante años, acepté que estar a oscuras iba de la mano con la vida en la aldea», me dijo una vez. Hasta que, una noche, una lámpara de queroseno se volcó en la casa de su vecino, incendiándola y causando graves heridas al hijo mayor.

Sam decidió hacer algo. Empezó por escribir a una serie de empresas que vendían luces portátiles, con la esperanza de poder ser distribuidor. No respondió nadie. Su siguiente paso fue presentar una solicitud de ingreso a la Stanford Business School con la intención de aprender a poner en marcha la empresa que todavía no había podido encontrar. Allí conoció a Ned, un ingeniero que había trabajado recientemente en Malaui creando un archivo con las historias de las víctimas del sida. Él, también, quería poner en marcha una empresa que empoderara a personas con bajos ingresos. Tanto Ned como Sam entendían el sistema que mantenía a la gente en la pobreza tal como era, pero se centraron en lo que se podía hacer para cambiarlo.

Muchos jóvenes emprendedores podrían haberse visto abrumados por las complejas dinámicas de los mercados de bajos ingresos. Los más desfavorecidos económicamente viven en lugares dominados por intereses creados dedicados a la «industria» de la pobreza: no sólo las mafias, sino también los políticos locales, que a menudo tienen un interés personal en controlar los fondos asignados a una comunidad o región, los líderes religiosos e incluso las suegras que a menudo prefieren mantener su estatus privilegiado dentro de un sistema social que, aunque disfuncional para la mayoría de la gente, funciona para ellas. Pero en un sistema tan corrupto y complicado, casi no hay una forma vertical de resolver un problema como el del acceso a la electricidad.

Desde el principio, la ventaja emprendedora de Ned y Sam estuvo centrada en sus experiencias en África y en su respeto por las personas en condiciones de pobreza como clientes. Empezaron dando pequeños pasos y escucharon atentamente, mientras imaginaban el mundo que esperaban crear. Cuando aún estaban en Stanford, desarrollaron un prototipo único para una lámpara solar.

En 2007, cuando Sam y Ned presentaron por primera vez su idea a mi equipo en Acumen, no teníamos mucho con que trabajar. Su plan de negocio para una empresa llamada D.light se basaba en la suposición de que podían vender su lámpara por treinta dólares; los dos razonaban que si el hogar promedio pagaba unos cuarenta céntimos al día por el queroseno, les llevaría menos de tres meses ahorrar para la lámpara. Los jóvenes emprendedores habían construido algunas redes, pero fue su carácter el que en última instancia convenció a Acumen para invertir. Nuestra intuición nos decía que estaban inmersos en una búsqueda como nosotros, movidos por los ideales correctos y preparados para respaldarlos con determinación.

Los fundadores de D.light escucharon desde el principio. Preguntaron a sus clientes formas de mejorar el producto en sí, aunque al principio aprendieron muy poco. Escuchar de verdad no es algo que se hace sólo una vez. Si quieres desarrollar una solución para un grupo que tradicionalmente no ha tenido voz, prepárate para escuchar continuamente. Te puede llevar más tiempo del que crees escuchar lo que la gente está diciendo realmente, en especial cuando no tienen ninguna razón para confiar en ti.

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Por supuesto, Ned y Sam cometieron errores y se vieron en callejones sin salida durante años. Ése es el precio de construir un mercado completamente nuevo. Aunque, en teoría, las personas con bajos ingresos podían amortizar una lámpara de treinta dólares en tres meses, como había mucha precariedad en sus vidas no podían ahorrar lo suficiente para cumplir con los pagos mensuales. Aunque les pudiera encantar el producto, la mayoría de ellos tenía dudas sobre esta moderna forma de iluminar sus casas. ¿Por qué deberían arriesgar su dinero, que tanto les cuesta ganar, en algo que podría romperse en un mes? Pocos habían visto un producto como éste en el mercado. Era mejor quedarse con algo que ya conocían.

Sam y Ned se tomaron el fracaso con calma, escuchando en busca de pistas sobre lo que podría funcionar. Sabían que tendrían que trabajar más duro para ganarse la confianza. Construir una empresa con una clara finalidad era el antídoto de los fundadores contra la desconfianza. Eso supuso inculcar en cada empleado una definición del éxito basada en algo más que vender lo que pudieran para ganarse el sueldo ese día; esta empresa iba a iluminar el mundo. Y cada empleado tenía que creer en esa visión e interiorizarla. Tenían que tratar a cada posible cliente con profundo respeto, presentarse varias veces, hacer preguntas y escuchar a las personas, aunque no les gustara lo que éstas tuvieran que decir. Con el tiempo, D.light empezó a conseguir clientes, y la compañía aprendió a construir relaciones.

Recuerdo que, años más tarde, cuando D.light se había convertido en una empresa consolidada, estaba yo sentada en una cabaña rural en Kenia con un extraño trío: Teresia, una abuelita diminuta; su dulce nieto de un año, que estaba en su regazo, y David, un fornido australiano con un mechón de pelo cano, director de la empresa en África. Estábamos allí porque Teresia y su hija habían comprado una de las lámparas unos meses antes y queríamos escuchar sus impresiones.

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El rostro de Teresia —sereno, arrugado, franco— me hizo pensar en mi abuela austríaca, que también creció en una granja rural y conocía el sudor del trabajo duro. Aunque Teresia vivía en una casita en la que en pleno día podía parecer medianoche, su rostro se iluminó en cuanto encendió su lámpara solar y nos contó cómo le había cambiado la vida, y cómo, incluso durante los apagones diarios que había en la aldea, cuando la red dejaba de funcionar, ella podía seguir viendo.

—Entonces, ¿cómo podría la empresa mejorar la luz? —pregunté.

Ella vaciló un instante; después se puso la mano en la cadera, ladeó la cabeza y se dirigió directamente a David.

—Estaría bien que la luz pudiera cargar el teléfono móvil a la vez que se carga ella también —dijo.

Sonreí al ver un destello en sus ojos y la seriedad de su intención. Había presenciado muchos encuentros en los que organizaciones benéficas bienintencionadas le preguntaban a la gente si valoraba los servicios recibidos e, inevitablemente, los beneficiarios asentían con la cabeza y decían que todo estaba bien.

Pero esta vez Teresia nos estaba dando un consejo. Estábamos escuchándola nosotros a ella, y no al revés.

Le di las gracias por sus útiles comentarios.

Respondió levantando una ceja y echándome una mirada que indicaba que no había terminado de hacer sugerencias.

Me encantó.

—Dos —continuó—. Miren, las pilas para la radio son también muy caras. No pudimos escuchar los debates presidenciales esta vez. Sería mejor si la luz también pudiera cargar la radio.

Ahora se había entusiasmado, y agitaba los brazos. Otras dos modificaciones para mejorar la lámpara se sucedieron rápidamente.

Yo observaba la cara de David: él escuchaba cada pregunta y respondía con respeto. Y, entonces, inspirado por Teresia, él también contó la verdad, y explicó en términos comprensibles lo que la empresa podía intentar cambiar y qué sería demasiado caro. Tal vez a ella no le gustaran todas las respuestas, pero respetó su franqueza.

Aunque esta simple escena debería ser la norma en las interacciones entre empresa y cliente, que dos seres humanos tengan en cuenta lo que más le conviene al otro, con ese nivel de escucha mutua, me pareció extraordinario. Me había acostumbrado a ver a la gente evitar decirse mutuamente la verdad. Había visto a muchos «beneficiarios» con bajos ingresos complacer a los privilegiados benefactores que hablaban con una arrogante certeza.

Esta escena fue distinta. El hombre imponente y la diminuta mujer de mundos dispares no sólo se oían: estaban escuchándose el uno al otro. Estaban hablando como iguales absolutos. En el espacio entre ellos —se llame amor o divinidad— estaban las semillas del respeto mutuo, la oportunidad para que cada uno de ellos se transformara.

Al escuchar, Sam y Ned descubrieron que, una vez que sus clientes daban el primer paso del queroseno a la luz solar, enseguida querían más. D.light diseñó después una línea de productos que iban desde una lámpara sencilla de cinco dólares para los más vulnerables hasta sistemas domésticos completos que incluían múltiples luces, un cargador de teléfonos móviles y radios y, si podían permitírselo, un televisor de pantalla plana. Como inversores, empezamos a comprender que ahí había una «escalera energética»: una vez que la gente probaba la energía limpia, quería más.

¿Y por qué no iban a quererla? Imagina vivir en la absoluta oscuridad una vez que el sol se pone en tu casa, al margen de donde vivas. Ahora, visualiza vivir en una zona rural, tendido en una estera sobre un suelo duro, oyendo los ruidos de los animales y los aullidos del viento, sin saber qué criaturas trepan a tu alrededor o sobre ti. Imagina ser una mujer que vive sola con sus hijos pequeños mientras su marido trabaja lejos para ganarse el pan de cada día; considera sus temores de que un intruso pueda estar acechando fuera de su cabaña aislada, escondida en la oscuridad de la noche. Esos problemas y terrores añaden capas de estrés al peso de la pobreza.

Después piensa en la dignidad de encender un interruptor e iluminar tu habitación. Para quien ha vivido sin electricidad, esa sensación puede ser milagrosa. Los muchos clientes que he conocido durante los años que llevo invirtiendo en D.light han reformulado mi modo de entender el poder de la electricidad. Una radio puede evitar la soledad y llevar el mundo exterior a una habitación del tamaño de un sello postal. Una lámpara puede apaciguar los temores e inseguridades de una noche oscura. Un teléfono móvil cargado puede conectarte con el amor y la protección.

Perdemos muchas oportunidades al asumir que tenemos las respuestas. Ned y Sam tuvieron éxito donde no lo tuvieron muchos otros esfuerzos, porque se dirigieron a las personas con bajos ingresos como cocreadores en la resolución del problema del acceso a la energía. Mediante la escucha repetida, ayudaron a sus clientes a darse cuenta de que ellos estaban allí para servirles, y no simplemente para quedarse con su dinero.

Y como el equipo de D.light escuchó y llevó a cabo el duro trabajo de dar seguimiento a lo que escuchaban, más de cien millones de personas tienen ahora luz limpia y, cada vez más, electricidad. Eso supone aproximadamente un tercio de la población total de Estados Unidos.

Sam, Ned y el equipo de D.light también ayudaron a prender la mecha de una revolución de la energía limpia que podría cambiar el modo en que África lleva la electricidad a toda su población, evitando en ese proceso los efectos del cambio climático a largo plazo. Imagina el potencial humano, la «energía» humana, que esta electricidad solar podría liberar.

Escuchar es un proceso de por vida. Requiere una práctica continua, en especial cuando nos hemos acostumbrado a creer que nuestras suposiciones son correctas. Aprendí esta verdad por enésima vez un día terriblemente caluroso en Bahawalpur (Pakistán), un centro agrícola en una de las áreas más fértiles del país, también conocido por sus madrasas extremistas. Había ido allí a conocer a un grupo de tejedoras. Estaban sentadas afuera, junto a sus telares, bajo un refugio de paja. Sus maridos eran agricultores que recibían préstamos del banco agrícola en el que habíamos invertido, así que sabía que las familias estaban generando ahorros.

En el momento de mi visita a Bahawalpur, D.light estaba vendiendo con gran éxito una lámpara solar de siete dólares, principalmente en el este de África. Esperaba que D.light llegara a Pakistán, donde la red eléctrica alcanzaba a sólo el 65 por ciento de los 200 millones de personas del país y, aun así, podía llevar electricidad sólo durante dos o tres horas al día en algunas zonas. Describí con entusiasmo la luz solar al grupo de mujeres, anuncié sus características y pregunté si estarían interesadas en comprar una lámpara si las llevábamos a su país.

Veinte pares de ojos cansados se quedaron mirándome. No hubo ninguna respuesta.

Volví a preguntar. Esta vez, una mujer corpulenta de voz ronca, con un velo marrón sobre su cabello teñido y la cara brillante de sudor, se inclinó hacia delante sobre sus anchas caderas.

—No necesitamos una lámpara —dijo rotundamente—. Tráiganos un ventilador.

Por un instante, me quedé sin habla, manteniéndole la mirada.

—¿Un ventilador? No tengo un ventilador. Tengo una lámpara.

—No queremos una lámpara. Queremos un ventilador.

—Pero ésta es una lámpara estupenda. Les permitirá quedarse levantadas hasta más tarde. Sus hijos podrán estudiar. Ustedes podrán trabajar por las noches.

Ella me interrumpió:

—Ya trabajamos suficiente. Tenemos calor. Tráiganos un ventilador.

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Hasta ese momento, nunca había considerado la importancia de un ventilador frente a una lámpara. Cuando hace tanto calor que hasta las vacas se echan al suelo, un ventilador puede importar más que una lámpara. Además, la gente ya tenía luz, aunque proviniera del peligroso, maloliente y caro queroseno. En el este de África, donde las noches son frías, la gente no pide ventiladores. Pero los clientes no son los mismos en cada mercado. Una vez más, fue un recordatorio de que, si quieres servir, debes empezar por escuchar, no por suponer.

Aquella noche, en mi pensión, me dí una ducha fría y me acosté bajo el ventilador del techo. Nunca había valorado tanto un ventilador.          

Avancemos hasta unos años después. Acumen empezó a invertir en compañías solares en Pakistán. Visité un complejo familiar en la región del Punyab que parecía no haber cambiado desde el siglo xvi: hombres con turbantes, mujeres en el purdah y agricultores que utilizaban herramientas manuales y arados en sus interminables campos de mostaza y girasol. La familia con la que había hablado recientemente compró un sistema solar doméstico a una empresa local que incluía múltiples bombillas, un cargador de teléfonos móviles, una radio... y un ventilador. La mujer de la casa me dijo que el ventilador había ayudado más a sus hijos a estudiar que las bombillas. «El ventilador mantiene el aire en movimiento por la noche y los insectos a raya. Mis hijos pueden dormir, lo que les hace ser mejores estudiantes.» Yo asentí con la cabeza, recordando lo que había aprendido durante mi visita a Bahawalpur.

Nos perdemos muchas cosas al asumir que tenemos las respuestas. En su lugar, aprende a escuchar con todo tu cuerpo. Escucha con tus oídos, tus ojos y todos tus sentidos. Escucha no para convencer o convertir, sino para cambiarte a ti mismo, despierta tu imaginación moral, suaviza tus aristas y ábrete al mundo. Cuando no escuchamos a los que el mundo excluye, perdemos la posibilidad de resolver los problemas que más nos importan a todos. Pero cuando logramos escuchar con todo lo que tenemos, se nos abre una oportunidad de liberar a los demás y a nosotros mismos.

 


Desde Acumen Academy creemos que mejorar nuestra capacidad de escucha puede ayudarnos a generar confianza entre las personas y permitirnos entender a mayor profundidad sus realidades. Precisamente, de eso trata las Bases de la Escucha Esencial, una herramienta creada por Health in Harmony y que hace parte del catálogo de cursos gratuitos de Acumen Academy. Si quieres hacer parte de este curso inscríbete aquí. 

Autora

Jacqueline Novogratz

Jacqueline Novogratz (Estados Unidos) es autora best-seller del New York Times con su libro El Suéter Azul. Su segundo libro Manifiesto para una revolución moral: Ideas para construir un mundo mejor fue publicado en inglés en mayo 2020 y lanzado en español en 2021. En 2001, Jacqueline fundó Acumen con la idea de invertir capital paciente y filantrópico en emprendedores que buscan abordar los retos más complejos de la pobreza. Como organización pionera de la inversión de impacto, Acumen y sus inversiones han brindado servicios críticos como atención médica, educación y energía sostenible a cientos de millones de personas de bajos ingresos. Jacqueline ha sido nombrada una de las 100 mejores mentes globales por Foreign Policy, y una de las 100 mentes de negocios más grandes del mundo por Forbes, que también la honró con el Premio a la Trayectoria al Emprendimiento Social de Forbes 400.