Sam y Ned se tomaron el fracaso con calma, escuchando en busca de pistas sobre lo que podría funcionar. Sabían que tendrían que trabajar más duro para ganarse la confianza. Construir una empresa con una clara finalidad era el antídoto de los fundadores contra la desconfianza. Eso supuso inculcar en cada empleado una definición del éxito basada en algo más que vender lo que pudieran para ganarse el sueldo ese día; esta empresa iba a iluminar el mundo. Y cada empleado tenía que creer en esa visión e interiorizarla. Tenían que tratar a cada posible cliente con profundo respeto, presentarse varias veces, hacer preguntas y escuchar a las personas, aunque no les gustara lo que éstas tuvieran que decir. Con el tiempo, D.light empezó a conseguir clientes, y la compañía aprendió a construir relaciones.
Recuerdo que, años más tarde, cuando D.light se había convertido en una empresa consolidada, estaba yo sentada en una cabaña rural en Kenia con un extraño trío: Teresia, una abuelita diminuta; su dulce nieto de un año, que estaba en su regazo, y David, un fornido australiano con un mechón de pelo cano, director de la empresa en África. Estábamos allí porque Teresia y su hija habían comprado una de las lámparas unos meses antes y queríamos escuchar sus impresiones.

El rostro de Teresia —sereno, arrugado, franco— me hizo pensar en mi abuela austríaca, que también creció en una granja rural y conocía el sudor del trabajo duro. Aunque Teresia vivía en una casita en la que en pleno día podía parecer medianoche, su rostro se iluminó en cuanto encendió su lámpara solar y nos contó cómo le había cambiado la vida, y cómo, incluso durante los apagones diarios que había en la aldea, cuando la red dejaba de funcionar, ella podía seguir viendo.
—Entonces, ¿cómo podría la empresa mejorar la luz? —pregunté.
Ella vaciló un instante; después se puso la mano en la cadera, ladeó la cabeza y se dirigió directamente a David.
—Estaría bien que la luz pudiera cargar el teléfono móvil a la vez que se carga ella también —dijo.
Sonreí al ver un destello en sus ojos y la seriedad de su intención. Había presenciado muchos encuentros en los que organizaciones benéficas bienintencionadas le preguntaban a la gente si valoraba los servicios recibidos e, inevitablemente, los beneficiarios asentían con la cabeza y decían que todo estaba bien.
Pero esta vez Teresia nos estaba dando un consejo. Estábamos escuchándola nosotros a ella, y no al revés.
Le di las gracias por sus útiles comentarios.
Respondió levantando una ceja y echándome una mirada que indicaba que no había terminado de hacer sugerencias.
Me encantó.
—Dos —continuó—. Miren, las pilas para la radio son también muy caras. No pudimos escuchar los debates presidenciales esta vez. Sería mejor si la luz también pudiera cargar la radio.
Ahora se había entusiasmado, y agitaba los brazos. Otras dos modificaciones para mejorar la lámpara se sucedieron rápidamente.
Yo observaba la cara de David: él escuchaba cada pregunta y respondía con respeto. Y, entonces, inspirado por Teresia, él también contó la verdad, y explicó en términos comprensibles lo que la empresa podía intentar cambiar y qué sería demasiado caro. Tal vez a ella no le gustaran todas las respuestas, pero respetó su franqueza.
Aunque esta simple escena debería ser la norma en las interacciones entre empresa y cliente, que dos seres humanos tengan en cuenta lo que más le conviene al otro, con ese nivel de escucha mutua, me pareció extraordinario. Me había acostumbrado a ver a la gente evitar decirse mutuamente la verdad. Había visto a muchos «beneficiarios» con bajos ingresos complacer a los privilegiados benefactores que hablaban con una arrogante certeza.
Esta escena fue distinta. El hombre imponente y la diminuta mujer de mundos dispares no sólo se oían: estaban escuchándose el uno al otro. Estaban hablando como iguales absolutos. En el espacio entre ellos —se llame amor o divinidad— estaban las semillas del respeto mutuo, la oportunidad para que cada uno de ellos se transformara.
Al escuchar, Sam y Ned descubrieron que, una vez que sus clientes daban el primer paso del queroseno a la luz solar, enseguida querían más. D.light diseñó después una línea de productos que iban desde una lámpara sencilla de cinco dólares para los más vulnerables hasta sistemas domésticos completos que incluían múltiples luces, un cargador de teléfonos móviles y radios y, si podían permitírselo, un televisor de pantalla plana. Como inversores, empezamos a comprender que ahí había una «escalera energética»: una vez que la gente probaba la energía limpia, quería más.
¿Y por qué no iban a quererla? Imagina vivir en la absoluta oscuridad una vez que el sol se pone en tu casa, al margen de donde vivas. Ahora, visualiza vivir en una zona rural, tendido en una estera sobre un suelo duro, oyendo los ruidos de los animales y los aullidos del viento, sin saber qué criaturas trepan a tu alrededor o sobre ti. Imagina ser una mujer que vive sola con sus hijos pequeños mientras su marido trabaja lejos para ganarse el pan de cada día; considera sus temores de que un intruso pueda estar acechando fuera de su cabaña aislada, escondida en la oscuridad de la noche. Esos problemas y terrores añaden capas de estrés al peso de la pobreza.
Después piensa en la dignidad de encender un interruptor e iluminar tu habitación. Para quien ha vivido sin electricidad, esa sensación puede ser milagrosa. Los muchos clientes que he conocido durante los años que llevo invirtiendo en D.light han reformulado mi modo de entender el poder de la electricidad. Una radio puede evitar la soledad y llevar el mundo exterior a una habitación del tamaño de un sello postal. Una lámpara puede apaciguar los temores e inseguridades de una noche oscura. Un teléfono móvil cargado puede conectarte con el amor y la protección.
Perdemos muchas oportunidades al asumir que tenemos las respuestas. Ned y Sam tuvieron éxito donde no lo tuvieron muchos otros esfuerzos, porque se dirigieron a las personas con bajos ingresos como cocreadores en la resolución del problema del acceso a la energía. Mediante la escucha repetida, ayudaron a sus clientes a darse cuenta de que ellos estaban allí para servirles, y no simplemente para quedarse con su dinero.
Y como el equipo de D.light escuchó y llevó a cabo el duro trabajo de dar seguimiento a lo que escuchaban, más de cien millones de personas tienen ahora luz limpia y, cada vez más, electricidad. Eso supone aproximadamente un tercio de la población total de Estados Unidos.
Sam, Ned y el equipo de D.light también ayudaron a prender la mecha de una revolución de la energía limpia que podría cambiar el modo en que África lleva la electricidad a toda su población, evitando en ese proceso los efectos del cambio climático a largo plazo. Imagina el potencial humano, la «energía» humana, que esta electricidad solar podría liberar.
Escuchar es un proceso de por vida. Requiere una práctica continua, en especial cuando nos hemos acostumbrado a creer que nuestras suposiciones son correctas. Aprendí esta verdad por enésima vez un día terriblemente caluroso en Bahawalpur (Pakistán), un centro agrícola en una de las áreas más fértiles del país, también conocido por sus madrasas extremistas. Había ido allí a conocer a un grupo de tejedoras. Estaban sentadas afuera, junto a sus telares, bajo un refugio de paja. Sus maridos eran agricultores que recibían préstamos del banco agrícola en el que habíamos invertido, así que sabía que las familias estaban generando ahorros.
En el momento de mi visita a Bahawalpur, D.light estaba vendiendo con gran éxito una lámpara solar de siete dólares, principalmente en el este de África. Esperaba que D.light llegara a Pakistán, donde la red eléctrica alcanzaba a sólo el 65 por ciento de los 200 millones de personas del país y, aun así, podía llevar electricidad sólo durante dos o tres horas al día en algunas zonas. Describí con entusiasmo la luz solar al grupo de mujeres, anuncié sus características y pregunté si estarían interesadas en comprar una lámpara si las llevábamos a su país.
Veinte pares de ojos cansados se quedaron mirándome. No hubo ninguna respuesta.
Volví a preguntar. Esta vez, una mujer corpulenta de voz ronca, con un velo marrón sobre su cabello teñido y la cara brillante de sudor, se inclinó hacia delante sobre sus anchas caderas.
—No necesitamos una lámpara —dijo rotundamente—. Tráiganos un ventilador.
Por un instante, me quedé sin habla, manteniéndole la mirada.
—¿Un ventilador? No tengo un ventilador. Tengo una lámpara.
—No queremos una lámpara. Queremos un ventilador.
—Pero ésta es una lámpara estupenda. Les permitirá quedarse levantadas hasta más tarde. Sus hijos podrán estudiar. Ustedes podrán trabajar por las noches.
Ella me interrumpió:
—Ya trabajamos suficiente. Tenemos calor. Tráiganos un ventilador.

Hasta ese momento, nunca había considerado la importancia de un ventilador frente a una lámpara. Cuando hace tanto calor que hasta las vacas se echan al suelo, un ventilador puede importar más que una lámpara. Además, la gente ya tenía luz, aunque proviniera del peligroso, maloliente y caro queroseno. En el este de África, donde las noches son frías, la gente no pide ventiladores. Pero los clientes no son los mismos en cada mercado. Una vez más, fue un recordatorio de que, si quieres servir, debes empezar por escuchar, no por suponer.
Aquella noche, en mi pensión, me dí una ducha fría y me acosté bajo el ventilador del techo. Nunca había valorado tanto un ventilador.
Avancemos hasta unos años después. Acumen empezó a invertir en compañías solares en Pakistán. Visité un complejo familiar en la región del Punyab que parecía no haber cambiado desde el siglo xvi: hombres con turbantes, mujeres en el purdah y agricultores que utilizaban herramientas manuales y arados en sus interminables campos de mostaza y girasol. La familia con la que había hablado recientemente compró un sistema solar doméstico a una empresa local que incluía múltiples bombillas, un cargador de teléfonos móviles, una radio... y un ventilador. La mujer de la casa me dijo que el ventilador había ayudado más a sus hijos a estudiar que las bombillas. «El ventilador mantiene el aire en movimiento por la noche y los insectos a raya. Mis hijos pueden dormir, lo que les hace ser mejores estudiantes.» Yo asentí con la cabeza, recordando lo que había aprendido durante mi visita a Bahawalpur.
Nos perdemos muchas cosas al asumir que tenemos las respuestas. En su lugar, aprende a escuchar con todo tu cuerpo. Escucha con tus oídos, tus ojos y todos tus sentidos. Escucha no para convencer o convertir, sino para cambiarte a ti mismo, despierta tu imaginación moral, suaviza tus aristas y ábrete al mundo. Cuando no escuchamos a los que el mundo excluye, perdemos la posibilidad de resolver los problemas que más nos importan a todos. Pero cuando logramos escuchar con todo lo que tenemos, se nos abre una oportunidad de liberar a los demás y a nosotros mismos.